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LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA El día en que Canadá la perdió

29 de Octubre de 2014 a las 17:24

Anabelle Chacón
Por: Anabelle Chacón 
 
Hace dos semanas tuve una circunstancia que me hizo pensar y valorar el país en que vivimos y disfrutar de la tranquilidad y seguridad que hay.  Mi hijo Ricardo tenía que dar un examen muy temprano en la universidad y yo, en un acto de pereza, le dije que se llevara el auto y yo me levantaba más tarde para ir en bus.  Rara vez tomo taxi, pero cuando me levanté me encontré que caía un aguacero como si se tratase del diluvio universal.  Me tocó llamar un taxi para ir al trabajo, llegó enseguida.  Eché llave a la puerta y le pedí que me condujera a mi oficina. En la oficina me di cuenta que no tenía la llave e inmediatamente pensé que la dejé en el taxi.  Al momento de tomar mi celular para llamar a la compañía, yo ya tenía una llamada perdida de ella y, en cuanto hablé me dijeron que me habían llamado, pues mis llaves estaban ahí.  El taxista me llamó de inmediato y me pidió que esperase afuera puesto que estaba con pasajeros.  Al llegar y entregarme las llaves, quise gratificarle con dinero y no lo aceptó porque dijo que no fue él sino los pasajeros, dos orientales sentados atrás, quienes habían encontrado las llaves y acordado en pasar dejándolas. Agradecía a uno y otros y se fueron diciendo un simple “Your welcome”.  Me quedé atónita pensado en la cadena de honradez que había ocurrido para que mis llaves volviesen a mis manos. Los pasajeros, el taxista, la operadora, todos preocupados por mis llaves antes de que cayese en cuenta de su pérdida.  Pensé y agradecí estar en este país, donde priman los valores humanos y se puede vivir en paz.
 
 
Pero, la semana pasada, esta paz fue abruptamente rota, por dos hechos que se los quiero tratar como hechos aislados, incluso como casos mentales, parece ser que no lo son.  El martes 21, el joven Martin Couture Rouleau, 25 años, residente de Sain-Jean-sur-Richelieu, atropelló a dos soldados en un estacionamiento público. Uno de ellos murió, la policía identificó al soldado fallecido como Patrice Vincent, de 53 años de edad. El atacante fue abatido por la policía horas después del incidente, tras una persecución de cuatro kilómetros.
 
 
El segundo hecho, al día seguido, el miércoles 22, Michael Zehaf-Bibeau, 32 años, oriundo de Vancuover, residente de Ottawa, mata a sangre fría y por la espalda al Cpl. Nathan Cirillo, de 25 años de edad, mientras cumplía la guardia de honor en la Tumba del Soldado Desconocido.  Después de este cobarde acto, se dirige apresuradamente al Parlamento, donde ingresa con su rifle y tiene un enfrentamiento a tiros con los guardias y es abatido por el Sgt. de la Guardia Honorífica Kevin Vickers.
 
 
En los dos casos, los jóvenes atacantes son de origen puramente franco canadiense.  No se trata de hijos de inmigrantes o de practicantes islámicos o musulmanes.  Son jóvenes que se han convertido al islamismo. La madre de Bibeau, declaró su total rechazo al acto perpetrado por su hijo, quien acarreaba ya una historia delictiva previa y sugiere que esto debe ser tratado como un acto de enfermedad mental y no como terrorismo.  Sin embargo, el Primer Ministro Steven Harper, en su discurso oficial, los ha declarado como tales, como actos terroristas protagonizados por jóvenes radicalizados. Lo que vale la pena analizar es por qué nuestros jóvenes no se adaptan a la sociedad en que viven y se dejan seducir por ideas extremistas que los convierten en héroes anónimos. Quizás los valores que les ofrece esta sociedad no son suficientes para ellos, porque, al igual que estos dos jóvenes, muchos han partido para unirse a la lucha del Estado Islámico y muchos se han convertido al islamismo, pero por los motivos equivocados.
 
 
No importa ahora las razones que les hayan movido a estos jóvenes a hacer lo que hicieron, lo que interesa ahora es el daño que causaron a la sociedad canadiense que, definitivamente, no va a volver a ser la misma después de estos hechos.  Aunque el Primer Ministro Harper afirme que “nos nos van a intimidar”, parece ser que es lo contrario que estas situaciones nos dejaron más preguntas que respuestas, más incertidumbre que esperanza. Pero en el fondo, debemos preservar la cotidianidad más que el miedo y seguir guardando los valores que nos ofrece este país y no dejar que actos aislados, porque todavía lo son por cualquier motivo, nos alteren la fe que le tenemos a este país. 
 
 
Pero, definitivamente, caminar por Ottawa como “Pedro en su casa”, ya no podrá ser posible desde ahora.  Posiblemente, Ottawa emulará a Washington y se convertirá en una ciudad sitiada por francotiradores en todos lados.  Ese es el precio que tiene que pagarse cuando se ha perdido la inocencia.

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